Ricardo Bada, nacido en Huelva y residente en Alemania desde 1.963. Tiene en su haber dos antologías de literatura española contemporánea, realizadas en colaboración con Felipe Boso y ambas publicadas en Alemania, y ha traducido por placer gratuito a grandes poetas de esa lengua: Goethe, Theodor Fontane, Else Lasker-Schüler, Gottfried Benn, Bertolt Brecht, Erich Fried, Hans Magnus Enzensberger, etc. Ha cuidado en Alemania la selección y edición de la obra periodística de Gabriel García Márquez y los libros de viaje de Camilo José Cela; en España de la obra poética de la costarricense Ana Istarú, y en Bolivia de la única antología integral en castellano de Heinrich Böll ("Don Enrique" , La Paz, 1995). Autor de más de una docena de obras publicadas, entre las cuales hay obras de teatro, poesia, relatos, etc. Es para mi un gran placer compartir mi espacio con él, y dejarlos a ustedes en su compañia, sin más preámbulos, ahi lo tienen, gracias Ricardo por regalarnos tus palabras.
HERALDICA DE LA CONQUISTA
Una columna de Pilar Marrero en las páginas de La Opinión, de Los Ángeles (no confundir con la opinión de los ángeles), activó la espoleta de un recuerdo enterrado en mi memoria, como esas bombas de la guerra sembradas acá en Colonia a manera de papas destructoras.
No hay un solo mes en que los artificieros no tengan que proceder a desactivar una de tales «granadas ciegas», como suelen llamarlas.
Habla allí la galardonada columnista de un pequeño pasillo del Capitolio en Washington, donde «prácticamente escondidos del público y de los miles de turistas que todos los días visitan el lugar, están los retratos de tres estadounidenses que hicieron historia: el primer hispano, el primer afroamericano y la primera mujer electos a la Cámara de Representantes».
En base a una experiencia similar, entiendo la tristeza y la consiguiente rabia de Pilar Marrero.
Cierto día de primavera madrileña, que andábamos de vacaciones en “la capital del mundo” (como la llamó Hemingway en uno de sus pocos momentos de lucidez), nuestro buen amigo Javier Maderuelo nos propuso ir a conocer [nosotros] La Granja. Poderla visitar acompañados de semejante cicerone, quien es una autoridad reconocida en materia arquitectónica, y está especializado además en la arquitectura de jardines –no cediendo en fama los de La Granja
a los de Aranjuez–, fue una tentación a la que no supimos ni quisimos negarnos.
Recorriendo esos jardines al buen tuntún, sin rumbo fijo por el eje del palacio, llegamos a una plaza en cuyo centro hay una fuente, y en cuyo borde se yergue un pabelloncito muy coqueto, algo así como un kiosko, templete o cenador rococó. Y mientras nos íbamos acercando (una especie de zoom al ritmo reposado de un paseo por un jardín), descubrimos que en la esquina que veíamos enfrente de nosotros, achaflanándola, campeaba un medallón de piedra con varias figuras. Una de ellas era un animal: un caballo.
Javier Maderuelo se lamentó de que no fuésemos duchos en Heráldica y Emblemática, pues todos esos medallones, nos dijo, como los pórticos de las catedrales, eran libros que contaban historias, eran verdaderas enciclopedias para la atenta mirada de quien supiera descifrarlas.
Seguimos avanzando, dando lentamente la vuelta al kiosko, y en la siguiente esquina apareció otro medallón, también en chaflán, y entre cuyas figuras también aparecía un animal, ahora un elefante. “Un momento”, dije, “en el medallón anterior había un caballo, y aquí es un elefante. Eso podría querer decir que este pabellón estaba dedicado emblemáticamente a los cuatro continentes homologados entonces como tales. El caballo sería Europa, y el elefante Asia”.
No parecía una suposición descabellada, y nos encaminamos ipso facto a la tercera esquina, para ver qué animal la exornaba. ¡Era un león! Entonces no nos cupo ninguna duda, estábamos seguros de que ese pabelloncito tan coqueto nos reservaba ahora el medallón correspondiente a América. Y ahí nos detuvimos un largo rato antes de continuar, debatiendo de la manera más docta cuál sería el animal heráldico elegido por los arquitectos de La Granja para representar al Nuevo Mundo.
Descartamos de entrada al águila por su ubicuidad continental y al colibrí por su tamaño, al quetzal por su poca representatividad hemisférica y al cóndor por su aspecto tan parecido al de otras aves no americanas. Dijimos rotundamente no al coyote y al tapir, al yacaré y al ñandú,
y al carpincho y al jaguar, y abucheamos al bromista de nosotros tres que mencionó la piraña.
La apuesta fuerte iba por el lado de la llama andina, del guanaco, de la vicuña.
Dándonos por vencidos, y sin una opción unánime, nos acercamos a ver el cuarto medallón.
Aquí necesito tomar aire y recordar a los lectores que el Real Sitio de La Granja se construyó entre 1721 y 1723. Y en ese contexto histórico, a casi dos siglos y medio de la conquista de América, explíquenme ustedes –si es que pueden– qué repugnante concepto de la Humanidad había hecho que allí, en el cuarto medallón, el “animal” representativo fuese un indígena:
“el buen salvaje”.
Mejor no les cuento en qué estado de ánimo regresamos a Madrid.
No hay un solo mes en que los artificieros no tengan que proceder a desactivar una de tales «granadas ciegas», como suelen llamarlas.
Habla allí la galardonada columnista de un pequeño pasillo del Capitolio en Washington, donde «prácticamente escondidos del público y de los miles de turistas que todos los días visitan el lugar, están los retratos de tres estadounidenses que hicieron historia: el primer hispano, el primer afroamericano y la primera mujer electos a la Cámara de Representantes».
En base a una experiencia similar, entiendo la tristeza y la consiguiente rabia de Pilar Marrero.
Cierto día de primavera madrileña, que andábamos de vacaciones en “la capital del mundo” (como la llamó Hemingway en uno de sus pocos momentos de lucidez), nuestro buen amigo Javier Maderuelo nos propuso ir a conocer [nosotros] La Granja. Poderla visitar acompañados de semejante cicerone, quien es una autoridad reconocida en materia arquitectónica, y está especializado además en la arquitectura de jardines –no cediendo en fama los de La Granja
a los de Aranjuez–, fue una tentación a la que no supimos ni quisimos negarnos.
Recorriendo esos jardines al buen tuntún, sin rumbo fijo por el eje del palacio, llegamos a una plaza en cuyo centro hay una fuente, y en cuyo borde se yergue un pabelloncito muy coqueto, algo así como un kiosko, templete o cenador rococó. Y mientras nos íbamos acercando (una especie de zoom al ritmo reposado de un paseo por un jardín), descubrimos que en la esquina que veíamos enfrente de nosotros, achaflanándola, campeaba un medallón de piedra con varias figuras. Una de ellas era un animal: un caballo.
Javier Maderuelo se lamentó de que no fuésemos duchos en Heráldica y Emblemática, pues todos esos medallones, nos dijo, como los pórticos de las catedrales, eran libros que contaban historias, eran verdaderas enciclopedias para la atenta mirada de quien supiera descifrarlas.
Seguimos avanzando, dando lentamente la vuelta al kiosko, y en la siguiente esquina apareció otro medallón, también en chaflán, y entre cuyas figuras también aparecía un animal, ahora un elefante. “Un momento”, dije, “en el medallón anterior había un caballo, y aquí es un elefante. Eso podría querer decir que este pabellón estaba dedicado emblemáticamente a los cuatro continentes homologados entonces como tales. El caballo sería Europa, y el elefante Asia”.
No parecía una suposición descabellada, y nos encaminamos ipso facto a la tercera esquina, para ver qué animal la exornaba. ¡Era un león! Entonces no nos cupo ninguna duda, estábamos seguros de que ese pabelloncito tan coqueto nos reservaba ahora el medallón correspondiente a América. Y ahí nos detuvimos un largo rato antes de continuar, debatiendo de la manera más docta cuál sería el animal heráldico elegido por los arquitectos de La Granja para representar al Nuevo Mundo.
Descartamos de entrada al águila por su ubicuidad continental y al colibrí por su tamaño, al quetzal por su poca representatividad hemisférica y al cóndor por su aspecto tan parecido al de otras aves no americanas. Dijimos rotundamente no al coyote y al tapir, al yacaré y al ñandú,
y al carpincho y al jaguar, y abucheamos al bromista de nosotros tres que mencionó la piraña.
La apuesta fuerte iba por el lado de la llama andina, del guanaco, de la vicuña.
Dándonos por vencidos, y sin una opción unánime, nos acercamos a ver el cuarto medallón.
Aquí necesito tomar aire y recordar a los lectores que el Real Sitio de La Granja se construyó entre 1721 y 1723. Y en ese contexto histórico, a casi dos siglos y medio de la conquista de América, explíquenme ustedes –si es que pueden– qué repugnante concepto de la Humanidad había hecho que allí, en el cuarto medallón, el “animal” representativo fuese un indígena:
“el buen salvaje”.
Mejor no les cuento en qué estado de ánimo regresamos a Madrid.
Ricardo Bada
3 comments:
Lo de la talla mundial es correcto si estamos hablando de 1,80 m, pero juro por todos los dioses que no lo sabía. Gracias, Marta, por permitirme comprobar una vez más que nunca se acuesta uno sin haber aprendido algo nuevo. Vale.
Si quieres conocer otros escritos de mi amigo Ricardo les recomiendo el siguiente enlace:
http://www.juntadeandalucia.es/cultura/opencms/opencms/bibliotecas/bibhuelva/informlocal/autores/bada.html
Las palabras de Ricardo siempre caen bien.
Saludos!
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