Sunday, June 22, 2008

EL SEXO POR ISABEL ALLENDE

Mi vida sexual comenzó temprano, más o menos a los cinco años, en el kindergarten de las monjas ursulinas, en Santiago de Chile. Supongo que hasta entonces había permanecido en el limbo de la inocencia, pero no tengo recuerdos de aquella prístina edad anterior al sexo. Mi primera experiencia consistió en tragarme casualmente una pequeña muñeca de plástico.
-Te crecerá adentro, te pondrás redonda y después te nacerá un bebé - me explicó mi mejor amiga, que acababa de tener un hermanito. ¡Un hijo! Era lo último que deseaba.
Siguieron días terribles, me dio fiebre, perdí el apetito, vomitaba. Mi amiga confirmó que los síntomas, eran iguales a los de su mamá. Por fin una monja me obligó a confesar la verdad.
-Estoy embarazada -admití hipando.
Me vi cogida de un brazo y llevada por el aire hasta la oficina de la Madre Superiora.

Así comenzó mi horror por las muñecas y mi curiosidad por ese asunto misterioso cuyo solo nombre era impronunciable: sexo.
Las niñas de mi generación carecíamos de instinto sexual, eso lo inventaron Master y Johnson mucho después. Sólo los varones padecían de ese mal que podía conducirlos al infierno y que hacía de ellos unos faunos en potencia durante todas sus vidas.

Cuando una hacía alguna pregunta escabrosa, había dos tipos de respuesta, según la madre que nos tocara en suerte. La explicación tradicional era la cigüeña que venía de París y la moderna era sobre flores y abejas. Mi madre era moderna, pero la relación entre el polen y la muñeca en mi barriga me resultaba poco clara.
A los siete años me prepararon para la Primera Comunión. Antes de recibir la hostia había que confesarse. Me llevaron a la iglesia, me arrodillé detrás de una cortina de felpa negra y traté de recordar mi lista de pecados, pero se me olvidaron todos.

En medio de la oscuridad y el olor a incienso escuché una voz con acento de Galicia.
-¿Te has tocado el cuerpo con las manos?
-Sí, padre.
-¿A menudo, hija?
-Todos los días...
-¡Todos los días! ¡Esa es una ofensa gravísima a los ojos de Dios, la pureza es la mayor virtud de una niña, debes prometer que no lo harás más! Prometí, claro, aunque no imaginaba cómo podría lavarme la cara o cepillarme los dientes sin tocarme el cuerpo con las manos. (Este traumático episodio me sirvió para 'Eva Luna', treinta y tantos años más tarde. Una nunca sabe para qué se está entrenando).

Nací al sur del mundo, durante la Segunda Guerra Mundial en el seno de una familia emancipada e intelectual en algunos aspectos y casi paleolítica en otros.. Me crié en el hogar de mis abuelos, una casa estrafalaria donde deambulaban los fantasmas invocados por mi abuela con su mesa de tres patas. Vivían allí dos tíos solteros, un poco excéntricos, como casi todos los miembros de mi familia. Uno de ellos había viajado a la India y le quedó el gusto por los asuntos de los fakires, andaba apenas cubierto por un taparrabos recitando los 999 nombres de Dios en sánscrito.

El otro era un personaje adorable, peinado como Carlos Gardel y amante apasionado de la lectura. (Ambos sirvieron de modelos -algo exagerados, lo admito- para Jaime y Nicolás en 'La casa de los espíritus'). La casa estaba llena de libros, se amontonaban por todas partes, crecían como una flora indomable, se reproducían ante nuestros ojos.
Nadie censuraba o guiaba mis lecturas y así leí al Marqués de Sade, pero creo que era un texto muy avanzado para mi edad el autor daba por sabidas cosas que yo ignoraba por completo, me faltaban referencias elementales.

El único hombre que había visto desnudo era mi tío, el fakir, sentado en el patio contemplando la luna y me sentí algo defraudada por ese pequeño apéndice que cabía holgadamente en mi estuche de lápices de colores. ¿Tanto alboroto por eso? A los once años yo vivía en Bolivia. Mi madre se había casado con un diplomático, hombre de ideas avanzadas, que me puso en un colegio mixto. Tardé meses en acostumbrarme a convivir con varones, andaba siempre con las orejas rojas y me enamoraba todos los días de uno diferente.
Los muchachos eran unos salvajes cuyas actividades se limitaban al fútbol y las peleas del recreo, pero mis compañeras estaban en la edad de medirse el contorno del busto y anotar en una libreta los besos que recibían. Había que especificar detalles: quién, dónde, cómo. Había algunas afortunadas que podían escribir:' Felipe, en el baño, con lengua.'
Yo fingía que esas cosas no me interesaban, me vestía de hombre y me trepaba a los árboles para disimular que era casi enana y menos sexy que un pollo. En la clase de biología nos enseñaban algo de anatomía y el proceso de fabricación de los bebés, pero era muy difícil imaginarlo. Lo más atrevido que llegamos a ver en una ilustración fue una madre amamantando a un recién nacido. De lo demás no sabíamos nada y nunca nos mencionaron el placer, así es que el meollo del asunto se nos escapaba ¿por qué los adultos hacían esa cochinada?

La erección era un secreto bien guardado por los muchachos, tal como la menstruación lo era por las niñas. La literatura me parecía evasiva y yo no iba al cine, pero dudo que allí se pudiera ver algo erótico en esa época. Las relaciones con los muchachos consistían en empujones, manotazos y recados de las amigas: dice el Keenan que quiere darte un beso, dile que sí pero con los ojos cerrados, dice que ahora ya no tiene ganas, dile que es un estúpido, dice que más estúpida eres tú y así nos pasábamos todo el año escolar. La máxima intimidad consistía en masticar por turnos el mismo chicle. Una vez pude luchar cuerpo a cuerpo con el famoso Keenan, un pelirrojo a quien todas las niñas amábamos en secreto. Me sacó sangre de narices, pero esa mole pecosa y jadeante aplastándome contra las piedras del patio, es uno de los recuerdos más excitantes de mi vida.

En otra ocasión me invitó a bailar en una fiesta. A La Paz no había llegado el impacto del rock que empezaba a sacudir al mundo, todavía nos arrullaban Nat King Cole y Bing Crosby (¡Oh, Dios! ¿Era eso la prehistoria? ). Se bailaba abrazados, a veces chic-to-chic, pero yo era tan diminuta que mi mejilla apenas alcanzaba la hebilla del cinturón de cualquier joven normal. Keenan me apretó un poco y sentí algo duro a la altura del bolsillo de su pantalón y de mis costillas. Le di unos golpecitos con las puntas de los dedos y le pedí que se quitara las llaves, porque me hacían daño. Salió corriendo y no regresó a la fiesta. Ahora, que conozco más de la naturaleza humana, la única explicación que se me ocurre para su comportamiento es que tal vez no eran las llaves.
En 1956 mi familia se había trasladado al Líbano y yo había vuelto a un colegio de señoritas, esta vez a una escuela inglesa cuáquera, donde el sexo simplemente no existía, había sido suprimido del universo por la flema británica y el celo de los predicadores. Beirut era la perla del Medio Oriente. En esa ciudad se depositaban las fortunas de los jeques, había sucursales de las tiendas de los más famosos modistos y joyeros de Europa, los Cadillac con ribetes de oro puro circulaban en las calles junto a camellos y mulas.

Muchas mujeres ya no usaban velo y algunas estudiantes se ponían pantalones, pero todavía existía esa firme línea fronteriza que durante milenios separó a los sexos. La sensualidad impregnaba el aire, flotaba como el olor a manteca de cordero, el calor del mediodía y el canto del muecín convocando a la oración desde el alminar. El deseo, la lujuria, lo prohibido...
Las niñas no salían solas y los niños también debían cuidarse. Mi padrastro les entregó largos alfileres de sombrero a mis hermanos, para que se defendieran de los pellizcos en la calle. En el recreo del colegio pasaban de mano en mano foto-novelas editadas en la India con traducción al francés, una versión muy manoseada de 'El amante de Lady Chaterley' y pocket-books sobre orgías de Calígula.

Mi padrastro tenía 'Las 'Mil y Una Noches' bajo llave en su armario, pero yo descubrí la manera de abrir el mueble y leer a escondidas trozos de esos magníficos libros de cuero rojo con letras de oro. Me zambullí en el mundo sin retorno de la fantasía, guiada por huríes de piel de leche, genios que habitaban en las botellas y príncipes dotados de un inagotable entusiasmo para hacer el amor. Todo lo que había a mi alrededor invitaba a la sensualidad y mis hormonas estaban a punto de explotar como granadas, pero en Beirut vivía prácticamente encerrada.
Las niñas decentes no hablaban siquiera con muchachos, a pesar de lo cual tuve un amigo, hijo de un mercader de alfombras, que me visitaba para tomar Coca-Cola en la terraza. Era tan rico, que tenía motoneta con chófer. Entre la vigilancia de mi madre y la de su chófer, nunca tuvimos ocasión de estar solos.

Yo era plana. Ahora no tiene importancia, pero en los cincuenta eso era una tragedia, los senos eran considerados la esencia de la feminidad. La moda se encargaba de resaltarlos: sweater ceñido, cinturón ancho de elástico, faldas infladas con vuelos almidonados. Una mujer pechugona tenía el futuro asegurado. Los modelos eran Jane Mansfield, Gina Lollobrigida, Sofía Loren. Qué podía hacer una chica sin pechos? Ponerse rellenos. Eran dos medias esferas de goma que a la menor presión se hundían sin que una lo percibiera. Se volvían súbitamente cóncavos, hasta que de pronto se escuchaba un terrible plop-plop y las gomas volvían a su posición original, paralizando al pretendiente que estuviera cerca y sumiendo a la usuaria en atroz humillación. También se desplazaban y podía quedar una sobre el esternón y la otra bajo el brazo, o ambas flotando en la alberca detrás de la nadadora.
En 1958 el Líbano estaba amenazado por la guerra civil. Después de la crisis del Canal de Suez se agudizaron las rivalidades entre los sectores musulmanes, inspirados en la política pan arábiga de Gamal Abder Nasser, y el gobierno cristiano. El Presidente Camile Chamoun pidió ayuda a Eisenhower y en julio desembarcó la VI Flota norteamericana. De los portaaviones desembarcaron cientos de marines bien nutridos y ávidos de sexo. Los padres redoblaron la vigilancia de sus hijas, pero era imposible evitar que los jóvenes se encontraran.
Me escapé del colegio para ir a bailar con los yanquis. Experimenté la borrachera del pecado y del rockn'roll. Por primera vez mi escaso tamaño resultaba ventajoso, porque con una sola mano los fornidos marines podían lanzarme por el aire, darme dos vueltas sobre sus cabezas rapadas y arrastrarme por el suelo al ritmo de la guitarra frenética de Elvis Presley. Entre dos volteretas recibí el primer beso de mi carrera y su sabor a cerveza y a Ketchup me duró dos años. Los disturbios en el Líbano obligaron a mi padrastro a enviar a los niños de regreso a Chile. Otra vez viví en la casa de mi abuelo.

A los quince años, cuando planeaba meterme a monja para disimular que me quedaría solterona, un joven me distinguió por allí abajo, sobre el dibujo de la alfombra, y me sonrió. Creo que le divertía mi aspecto. Me colgué de su cintura y no lo solté hasta cinco años después, cuando por fin aceptó casarse conmigo.
La píldora anticonceptiva ya se había inventado, pero en Chile todavía se hablaba de ella en susurros. Se suponía que el sexo era para los hombres y el romance para las mujeres, ellos debían seducirnos para que les diéramos la prueba de amor' y nosotras debíamos resistir para llegar 'puras' al matrimonio, aunque dudo que muchas lo lograran.
No sé exactamente cómo tuve dos hijos. Y entonces sucedió lo que todos esperábamos desde hacía varios años. La ola de liberación de los sesenta recorrió América del Sur y llegó hasta ese rincón al final del continente donde yo vivía. Arte pop, mini-falda, droga, sexo, bikini y los Beattles. Todas imitábamos a Brigitte Bardot, despeinada, con los labios hinchados y una blusita miserable a punto de reventar bajo la presión de su feminidad.
De pronto un revés inesperado: se acabaron las exuberantes divas francesas o italianas, la moda impuso a la modelo inglesa Twiggy, una especie de hermafrodita famélico. Para entonces a mí me habían salido pechugas, así es que de nuevo me encontré al lado opuesto del estereotipo. Se hablaba de orgías, intercambio de parejas, pornografía. Sólo se hablaba, yo nunca las vi. Los homosexuales salieron de la oscuridad, sin embargo yo cumplí 28 años sin imaginar cómo lo hacen. Surgieron los movimientos feministas y tres o cuatro mujeres nos sacamos el sostén, lo ensartamos en un palo de escoba y salimos a desfilar, pero como nadie nos siguió, regresamos abochornadas a nuestras casas. Florecieron los hippies y durante varios años anduve vestida con harapos y abalorios de la India. Intenté fumar mariguana pero después de aspirar seis cigarros sin volar ni un poco, comprendí que era un esfuerzo inútil.

Paz y amor. Sobre todo amor libre, aunque para mí llegaba tarde, porque estaba irremisiblemente casada. Mi primer reportaje en la revista donde trabajaba fue un escándalo. Durante una cena en casa de un renombrado político, alguien me felicitó por un artículo de humor que había publicado y preguntó si no pensaba escribir algo en serio. Respondí lo primero que me vino a la mente: sí, me gustaría entrevistar a una mujer infiel.
Hubo un silencio gélido en la mesa y luego la conversación derivó hacia la comida.. Pero a la hora del café la dueña de casa -treinta y ocho años, delgada, ejecutiva en una oficina gubernamental, traje Chanel- me llevó aparte y me dijo que sí le juraba guardar el secreto de su identidad, ella aceptaba ser entrevistada. Al día siguiente me presenté en su oficina con una grabadora. Me contó que era infiel porque disponía de tiempo libre después de almuerzo, porque el sexo era bueno para el ánimo, la salud y la propia estima y porque los hombres no estaban tan mal, después de todo.
Es decir, por las mismas razones de tantos maridos infieles, posiblemente el suyo entre ellos. No estaba enamorada, no sufría ninguna culpa, mantenía una discreta garçonière que compartía con dos amigas tan liberadas cómo ella. Mi conclusión, después de un simple cálculo matemático, fue que las mujeres son tan infieles como los hombres, porque sino ¿con quién lo hacen ellos? No puede ser solo entre ellos o todos siempre con el mismo puñado de voluntarias.
Nadie perdonó el reportaje, como tal vez lo hubieran hecho si la entrevistada tuviera un marido en silla de ruedas y un amante desesperado. El placer sin culpa ni excusas resultaba inaceptable en una mujer. A la revista llegaron cientos de cartas insultándonos. Aterrada, la directora me ordenó escribir un artículo sobre 'la mujer fiel'. Todavía estoy buscando una que lo sea por buenas razones. Eran tiempos de desconcierto y confusión para las mujeres de mi edad. Leíamos el Informe Kinsey, el Kamasutra y los libros de las feministas norteamericanas, pero no lográbamos sacudirnos la moralina en que nos habían criado.

Los hombres todavía exigían lo que no estaba dispuestos a ofrecer, es decir, que sus novias fueran vírgenes y sus esposas castas. Las parejas entraron en crisis, casi todas mis amistades se separaron. En Chile no hay divorcio, lo cual facilita las cosas, porque la gente se separa y se junta sin trámites burocráticos. Yo tenía un buen matrimonio y drenaba la mayor parte de mis inquietudes en mi trabajo. Mientras en la casa actuaba como madre y esposa abnegada, en la revista y en mi programa de televisión aprovechaba cualquier excusa para hacer en público lo que no me atrevía a hacer en privado, por ejemplo, disfrazarme de corista, con plumas de avestruz en el trasero y una esmeralda de vidrio pegada en el ombligo.
En 1975 mi familia y yo abandonamos Chile, porque no podíamos seguir viviendo bajo la dictadura del General Pinochet. El apogeo de la liberación sexual nos sorprendió en Venezuela, un país cálido, donde la sensualidad se expresa sin subterfugios. En las playas se ven machos bigotudos con unos bikinis diseñados para resaltar lo que contienen. Las mujeres más hermosas del mundo (ganan todos los concursos de belleza), caminan por la calle buscando guerra, al son de una música secreta que llevan en las caderas.

En la primera mitad de los 80 no se podía ver ninguna película, excepto las de Walt Disney, sin que aparecieran por lo menos dos criaturas copulando. Hasta en los documentales científicos había amebas o pingüinos que lo hacían. Fui con mi madre a ver 'El Imperio de los Sentidos' y no se inmutó. Mi padrastro les prestaba sus famosos libros eróticos a los nietos, porque resultaban de una ingenuidad conmovedora comparados con cualquier revista que podían comprar en los kioscos.
Había que estudiar mucho para salir airosa de las preguntas de los hijos (mamá ¿qué es pedofilia?) y fingir naturalidad cuando las criaturas inflaban condones y los colgaban como globos en las fiestas de cumpleaños. Ordenando el closet de mi hijo adolescente encontré un libro forrado en papel marrón y con mi larga experiencia adiviné el contenido antes de abrirlo. No me equivoqué, era uno de esos modernos manuales que se cambian en el colegio por estampas de futbolistas.
Al ver a dos amantes frotándose con mousse de salmón me di cuenta de todo lo que me había perdido en la vida. ¡Tantos años cocinando y desconocía los múltiples usos del salmón! ¿En que habíamos estado mi marido y yo durante todo ese tiempo? Ni siquiera teníamos un espejo en el techo del dormitorio.
Decidimos ponernos al día, pero después de algunas contorsiones muy peligrosas -como comprobamos más tarde en las radiografías de columna- amanecimos echándonos linimento en las articulaciones, en vez de mousse en el punto G.
Cuando mi hija Paula terminó el colegio entró a estudiar Psicología con especialización en sexualidad humana. Le advertí que era una imprudencia, que su vocación no sería bien comprendida, no estábamos en Suecia. Pero ella insistió. Paula tenia un novio siciliano cuyos planes eran casarse por la iglesia y engendrar muchos hijos, una vez que ella aprendiera a cocinar pasta.

Físicamente mi hija engañaba a cualquiera, parecía una virgen de Murillo, grácil, dulce, de pelo largo y ojos lánguidos, nadie imaginaría que era experta en esas cosas. En medio del Seminario de Sexualidad yo hice un viaje a Holanda y ella me llamó por teléfono para pedirme que le trajera cierto material de estudio. Tuve que ir con una lista en la mano a una tienda en Ámsterdam y comprar unos artefactos de goma rosada en forma de plátanos. Eso no fue lo más bochornoso. Lo peor fue cuando en la aduana de Caracas me abrieron la maleta y tuve que explicar que no eran para mí, sino para mi hija.
Paula empezó a circular por todas partes con una maleta de juguetes pornográficos y el siciliano perdió la paciencia. Su argumento me pareció razonable: no estaba dispuesto a soportar que su novia anduviera midiéndole los orgasmos a otras personas. Mientras duraron los cursos, en casa vimos videos con todas las combinaciones posibles: mujeres con burros, parapléjicos con sordomudas, tres chinas y un anciano, etc.
Venían a tomar el té transexuales, lesbianas, necrofílicos, onanistas, y mientras la virgen de Murillo ofrecía pastelitos, yo aprendía cómo los cirujanos convierten a un hombre en mujer mediante un trozo de tripa. La verdad es que pasé años preparándome para cuando nacieran mis nietos. Compré botas con tacones de estilete, látigos de siete puntas, muñecas infladas con orificios practicables y bálsamos afrodisíacos, aprendí de memoria las posiciones sagradas del erotismo hindú y cuando empezaba a entrenar al perro para fotos artísticas, apareció el Sida y la liberación sexual se fue al diablo.
En menos de un año todo cambió. Mi hijo Nicolás ¡ya se cortó los mechones verdes que coronaban su cabeza, se quitó sus catorce alfileres de las orejas y decidió que era más sano vivir en pareja monogámica. Paula abandonó la sexologí­a, porque parece que ya no era rentable, y en cambio se propuso hacer una maestrí­a en educación cognoscitiva y aprender a cocinar pasta con la esperanza de encontrar otro novio.

Lo encontró, se casaron y luego vino la muerte y se la llevó, pero esa es otra historia.
Yo compré ositos de peluche para los futuros nietos, me comí­ la mousse de salmón y ahora cuido mis flores y mis abejas.

Monday, June 16, 2008

SIN MORBO NO HAY PARAISO

Nuestra querida Miami es una ciudad increíble, llena de contrastes culturales, ideológicos, religiosos y raciales. Con factores que aglutinan una idiosincrasia muy particular, muy latina y muy humana. Quiero dejar claro que por contar con todos esos ingredientes, Miami es un paraíso para mí, esa mezcla rabiosa de tanto carácter la hacen una ciudad que como los grandes amores, generan en nosotros compatibilidades increíbles y a la vez incongruencias difíciles de superar, por lo tanto inolvidables.

Todo este preámbulo es para comentar el estreno de la telenovela de Telemundo: “Sin senos no hay paraíso”, y aquí en Miami sí que el tema se convierte en todo un objeto de reflexión. En esta ciudad en que la estética es un factor preponderante en muchas ocasiones y para muchos de sus habitantes, dada la competencia generada por la connotación light de la ciudad, que aparentemente refleja un ambiente en donde la tanga y el bronceador, el mar, la playa, el sol y el placer, son lo que muchos identifican de ella cuando se menciona su nombre.

En fin, en esta hermosísima Miami consagrada a nuestra señora de la “Claridad del Pobre” -debido a que acá, si nos queda bien clarito las que tenemos que pasar la mayoría de inmigrantes para alcanzar un lugar decente donde vivir, un espacio qué ocupar y el derecho a convertirnos en algo más que un número de seguridad social-, se estrenó esta noche la dichosa serie televisiva.

La historia es una adaptación de la novela colombiana de Gustavo Bolivar: “SIN TETAS NO HAY PARAISO”, que pone el dedo en la llaga de nuestra dolorosa situación social. Aborda la historia de unas adolescentes, empeñadas en encontrar una oportunidad para salir de la pobreza y alcanzar la “felicidad” por medio de la explotación de su cuerpo y la debilidad masculina por las formas femeninas exuberantes. No pienso ahondar en el valor literario de la obra, entre otras cosas porque a mi parecer, explota el tema sin alcanzar a superarlo e ir más allá, hasta convertirse en un trabajo literario que remonte el tiempo y se convierta en lo que todo escritor persigue: Algo digno de recordar. Sin embargo no me cabe duda de que es una buena trama para subir el rating y entretener a los TVnovelómanos latinos. Por supuesto, la versión colombiana, con el excelente talento nacional, logró un estrepitoso éxito en el país, espero por lo menos, que la adaptación de Telemundo no termine en lo que generalmente acaban nuestras novelas por fuera: Un intento de historia que se queda corta y por lo tanto pierde todo su sabor por falta de actores que pasen de ser mucho envoltorio y poco contenido artístico.

No comparto las opiniones de cierta escritora colombiana en Miami, que sobre valora tanto a la novela como al escritor, al punto de considerarlo la gran cosa, estoy más de acuerdo con lo que dice Manuel C Diaz, en “El Nuevo Herald” al respecto; sin dejar de reconocer que es perfecta para venderla a los comerciantes del horario televisivo que no pierden oportunidad para ganar dinero, en este capitalismo sangriento que practicamos en nuestras sacrosantas democracias.
Me causa por demás una sonrisa socarrona, enterarme de que el título de la novela se cambia para no parecer tan vulgar, en una ciudad donde todos decimos “coño”! pero nos parece demasiado brusco “tetas”, entre otras cosas porque creo que la palabra del título, ya nos pone en contexto de la clase de historia que se va a contar.
Es como si algún día -Dios nos proteja y nos agarre confesados-, a alguna programadora extranjera, se le ocurre telenovelizar la obra de Gabo “MEMORIA DE MIS PUTAS TRISTES” y comiencen por cambiarle el titulo por “Memoria de mis chicas malas deprimidas” o algo parecido. Ahí les dejo la inquietud, no se la pierdan y me cuentan.

Monday, June 9, 2008

EL TREN

Por: IGNACIO RAMÍREZ

Esta tarde se murió mi papá después de una dolorosa agonía de seis meses durante los cuales no me aparté ni un instante de su cama aunque tuve que renunciar a mi trabajo en la emisora, a mis amigos del barrio, a los paseos en motoneta llevando atrás a las muchachas que despeinaba el viento y se aferraban a mi cintura como provocativas yedras. A veces él me observaba pasar y sonreía silencioso porque era tímido como las gacelas y aunque no se atrevía a hablar de cosas tan mundanas sé que vivía orgulloso de mi forma de ser y de mi terquedad para escribir, él, que jamás leyó un libro completo pero que equilibraba ese vacío como oyente y testigo de las retretas en el parque nacional todos los domingos bajo la batuta del maestro José Rozo Contreras. En la casa ya sabíamos que si el repertorio era Mozart o Beethoven tendríamos Mozart y Beethoven todo el tiempo en su silbido porque para eso sí era un virtuoso intérprete del aire. Las danzas húngaras y las marchas militares le fascinaban. Era como un pájaro silbador que ponía música a la cotidiana elementalidad de la familia. ¡Pobre! Comenzó a enfermarse y a decaer físicamente cuando no pudo silbar más. Y me lo dijo: mijo, voy a morirme porque no solo ya no puedo ir a las retretas sino que se me murió la música por dentro. Yo le contesté piensa en la música del tren: chiquichiquichiquichiquichiquichi y ya sabíamos que tampoco volveríamos a viajar juntos en ese instrumento de la poesía con caldera, en el cual nos pasamos por lo menos la mitad de la vida, él trabajando y yo acompañándolo como un combustible de sombra que jamás se despegó de sus talones. El tren éramos él y yo. Él con sus coches restaurantes, yo con mis sueños, niño y viejo uno solo que para eso éramos padre e hijo. Él y yo éramos locomotora y convoy y conocíamos de memoria las imágenes y los olores y las cosas y las sensaciones que a través de las ventanillas del viajero de humo a la vez eran nuestro tiempo, nuestras vidas, ilusiones que pasan raudas pero se quedan lentas como los aleteos de la soledad. Ahora que se acaba de morir creo estoy preparado para todo. Sé que lo voy a amar sin aspavientos y por eso he bajado con él a este lugar tan frío a donde lo han traído para que duerma su última pereza encima de una plancha de cemento como todos los muertos que se respeten después de que los pasan al depósito de cadáveres. Aquí estamos entonces él y yo: sus huesos indiferentes, los míos temblando. Yo le aprieto con mi cuerpo estremecido y pienso por un instante que vamos en el tren como lo hicimos siempre, tomados de la mano, o abrazados o mirándonos con el amor desbordado con que se miran los padres y los hijos, especialmente cuando van en un vagón de ferrocarril y ven pasar por las ventanas el paisaje y los pájaros, los pueblos, el país, la tierra, el cielo. Eras experto en subir y bajar cuando iba el aparato en plena marcha y a mí se me salían al tiempo el corazón y las lágrimas no solo porque te ibas a quedar en la estación y me dejarías desamparado sino también por el peligro de que te desprendieras y cayeras bajo las ruedas de hierro correteando en su ir y venir alrededor del humo y el traque traque propios de la naturaleza de los trenes viejos. Pero eras un experto y cuando menos lo pensaba estabas a mi lado carcajeándote y apretándome contra tu pecho y yo enjugándome la lágrima con el dorso de la mano y dándole gracias a la vida por haberme regalado al mejor papá del mundo. Y ahora mírame desde tu inercia: mírame bien porque de nuevo trato de secar mi llanto aunque esta vez me has dejado para siempre, no sé si te quedaste en el camino ni si te trituraron las ruedas en su vértigo. Aquí solo estamos acostado tú en el cemento de la morgue y yo de pie en este tren impío que te ha señalado una estación misterio y te ha bajado quieto y mudo y tieso mientras yo lloro y lloro y lloro y lloro y siento que a partir de hoy ya la vida no tendrá sentido alguno quién ha dicho que vivir vale la pena cuando el papá se ha convertido en un recuerdo no importa que estés aquí tirado sobre esta cama de cemento ni tiene gracia que yo piense que voy contigo en tren y que en cualquier momento te levantarás para abrazarme porque acabo de acompañarte a morir en esa fría pieza de hospital donde pasé mirándote y rogándote seis meses que no te fueras papá que no te fueras que tuvieras compasión que a un hijo que tanto te ama no se le debe dejar solo ni siquiera por decreto mortal despiadado y tenebroso como este que nos corre a ti en tu vuelo de regreso y a mí en mi soledad que va a ser una carga pesada una condena inicua una jaula una sombra una herida un alarido desolación melancolía saudade mutilación un tren ya sin vapor sin humo tren fantasma locomotora negra vagones donde la muerte serpentea ciega noche siniestra tu cadáver me observa y me da pena que me veas yo llorando por ti por estar deshabitado de lo que más quería y te aprieto las manos y estás frío y te ruego que me oigas y no me oyes y me acuesto contigo y no cabemos los dos en esta plancha gélida y afuera mis hermanas se lamentan igual y se aprietan la cabeza y mi mamá se va a enterar y va a sentir también que éramos tú que eras nosotros y yo me he colado aquí en la nevera de los muertos y te abrazo y te beso y repaso la vida entre sollozos y aquel primer soneto mío que llevabas en la billetera y que mostrabas orgulloso a todo el mundo y esa felicidad de decirme tominejo o de gastarme bromas infantiles y ese regalo inolvidable que me diste lo llevabas escondido tras la cintura en un talego de papel eran bocas, narices, ojos, orejas, bigotes y sombreros con alfileres y podías hacerte la cara de un muñeco con una manzana o una papa, un cartón o una almohada y nunca ha existido un regalo tan espléndido y luego ese padrino que me escogiste para no sé qué sacramento que me llevó Corazón el primer libro de la vida y me dejó perplejo de felicidad ante la luz de las palabras como perplejo estoy ahora que tendré que llevarte en un cajón y permitir después que te metan en un hueco profundo entre la tierra un hueco de donde ya no saldrás jamás porque fue un espejismo haber ido contigo de tren en tren por todos los caminos no sé qué voy a hacer entonces me volveré trashumante de angustia como Azhaverus y por donde quiera que vaya todo el mundo sabrá que vengo de algún tren que soy el ser más solitario de la creación y de la historia que te quiero muchacho viejo silencioso tímido generoso campesino como nadie ha existido tan humano y si es posible llévame contigo te prometo aprender a subir y a bajar los vagones de la muerte en marcha y te doy mi palabra de derrotar el miedo y te prometo lo que quieras de mí aunque jamás me hayas pedido nada pero te necesito y nada me llenará la vida si no eres tú tu mano tu mirada tu primitiva forma de ser bueno y ahora quién va a creerme que tanto te quería quién va a saber que el resto de la vida veré de lejos los trenes con tristeza y que en el humo de las locomotoras te veré y que ahora ya han llegado por ti los individuos de la funeraria y yo me quedo solo y ya el resto de la vida no tendrá sentido. Y antes de que te vayas te confieso que gracias por aquel soneto en tu cartera y gracias por haber sido el mejor el campeón el único el papá llévate el tren tómalo todo yo te alcanzo y como sé que un día se acabará el carbón yo me iré caminando por debajo de la tierra buscándote para elevarte porque tú y yo somos más del aire que del suelo.

Sunday, June 1, 2008

MIENTEME POR PIEDAD YO TE LO PIDO....

Catalina de Siena a su 26 años fue la primera mujer que tuvo claro que para lo que había que ver mejor apague y vámonos, decidió a los 26 años, dedicar su vida a Dios contraviniendo los planes de sus padres de casarla. Esta situación la llevó a encerrarse en su habitación a maltratarse no comiendo consiguiendo ingresar al final en la orden dominicana pero con la mitad de su peso.

El prestigio de Catalina de Siena se extendió rápidamente y tras su muerte, a los 28 años, contaba con muchas seguidoras religiosas. Aparecen muchos casos de anorexia en las religiosas de la edad media. El ayuno era un medio para que el espíritu triunfara y no la carne. Estar sin comer era considerado como un signo de santidad. A esta anorexia sufrida por el seguimiento a Dios se llamó " Anorexia santa". Nada qué decir de Santa Lucía que se sacó los ojos para no ser atractiva a los hombres.

En la antigüedad las mujeres hacían ayuno para ingresar a órdenes religiosas y ponerse a salvo del alcance de los hombres y sus tentaciones, que gracia, definitivamente el mundo es redondo y siempre se retorna al punto de partida, solo que hoy en día dejamos de comer para mantenernos activas y vigentes a las tentaciones de la carne y no ir aparar con nuestros gorditos y arruguitas de patitas a algún convento.

Qué difícil es crecer en esta época. La competencia lo mide todo, es el indicador implacable que muestra el puesto que ocupamos en la comunidad. Los standars son absurdos y como si fuera poco, cada día se establecen nuevos records que los hacen más inaccesibles. Toda esta carrera tiene un costo que no conocemos a fondo. Estudio en una escuela de estética, convivo con el tema, y creo empezar a entender con horror las consecuencias. Mujeres entre 20 y 35 años completamente obsesionadas por el drama de envejecer, hermosísimas pero sin conciencia de su belleza y por lo tanto empeñadas en que otro agregue belleza a lo que ya lo es. Varias de ellas en recuperación de anorexia, depresión y otras patologías que crecen en el maravilloso caldo de cultivo que es la falta de autoestima.

Lo peor de todo, es que usted, yo y todos tenemos la culpa de lo que sucede. Todos entramos sin reparos en el juego mediático de la belleza prefabricada, todos estamos obsesionados con alcanzar las medidas perfectas en el gimnasio, mantenemos rutinas de escarnio delante de nuestros hijos, nos referimos a lo que necesitamos en términos de no desear nada menos que lo que se ofrece en el comercio para las mujeres hermosas y los hombres irresistibles: Sexo, dinero, éxito, felicidad. Miren el caso de Michael Jackson.

Hasta la sabiduría popular se revalúa. Hoy en día ya no vale el argumento de que la belleza esté en el alma, porque como dijo una amiga mía...”eso lo dijo una fea”.Y la hermosura se compra en el supermercado, en la tienda de proteínas y esteroides, o en una mesa de cirugía y ya no hay feos sino pobres. Actualmente el hombre no puede darse el lujo de ser como el oso: -que entre más feo más hermoso-, porque las mujeres ya no nos conformamos con los amantes de la hibernación (léase palomitas de maíz y deportes en TV todo el fin de semana.) Y bueno, todo se reduce a un par de cachos bien puestos en la cabeza del que se descuide. Qué tristeza, hemos vuelto a las épocas de la premisa reproductiva en nuestra especie. El espécimen “más apto” es el elegido, no importa si su aptitud es anabólica, de silicona o se induce con pastillitas azules al momento de tener que demostrarla.

El sexo entre dos ya no es suficiente, el terror a la soledad es una enfermedad endémica, y nuestros hijos nos ven cambiar de pareja como de vestido en esa carrera idiota por conseguir no estar solos frente al espejo cada mañana, por alcanzar la gracia y darnos el lujo de despertar acompañados. Mejor dicho, hoy tenemos conciencia de plastilina, flexible, adaptable a todas nuestras paranoias. Y después nos preguntamos porqué se revelan, pelean y se van.

Amigos, piénsenlo bien....hoy día no es importante ser, sino parecer. Qué herencia tan orgullosa la de nuestras futuras generaciones, qué linaje, qué casta, qué vergüenza. En fin, les dejo un par de videos, uno independiente y otro de la FUNDACIÓN DOVE PARA LA AUTOESTIMA, una institución que cree que a pesar de toda la porquería que nos domina, tenemos salvación.

http://www.youtube.com/watch?v=k7PKq6ESyL8