DE LA LAPIDACIÓN
Por: Ricardo Bada
Clawdia, amorzinho, una vez más apareció en mi pantalla una petición de solidaridad, esta vez hacia siete mujeres iraníes condenadas a lapidación. Y casi no falta un mes sin que las cadenas de firmas contra la ejecución de la pena de muerte por ese método (literalmente troglodita) dejen de inundar mi buzón virtual, como el tuyo y miles de otros.Acostumbraba firmarlas, todas, hasta que mi esposa, miembro de amnesty international, me dijo que esas cadenas eran contraproducentes para el trabajo de los juristas y los defensores de derechos humanos, en sus tratativas disuasorias con las autoridades. Eran contraproducentes, entre otras razones, por una de tipo práctico: que las cadenas suelen desbordar la capacidad admisiva de las computadoras a las que se remiten, bloquéandolas y creando consecuentemente un rechazo a tratar el tema, cuando dichas autoridades reciben a los negociadores que trabajan en él.
Entendí el argumento y dejé de firmar, pero el gusanillo de la mala conciencia me estuvo royendo las células grises (las dos, sí, las dos, incluida la que ya pasó su fecha de caducidad), hasta conseguir armar otro argumento que desterrase per omnia saecula saeculorum la pena
de muerte por lapidación, y que al mismo tiempo conciliara las exigencias de la ley musulmana con las obligaciones dimanantes de la convención internacional de los derechos humanos.
Propósito difícil, ya lo sé, Clawdia querida, pero recordé el episodio evangélico de Jesús y la adúltera que iban a lapidar (Juan 8, 3-11), y recordé además que Jesús es uno de los grandes profetas del Islam, cosa que por regla general se olvida, no sólo por los islamistas. Y gracias a
la suma de ambos datos encontré la solución : Sencillamente bastaría con que el Estado en cuestión promulgara una ley, según la cuál todos aquellos que tuviesen el deseo de participar activamente en la ejecución de una sentencia de lapidación, deberían probar de manera fehaciente –¡antes de arrojar su primera piedra!– que se hallan libres de cualquier pecado.
La ley haría especial hincapié en que a los perjuros en esta materia se le aplicaría ipso facto la sentencia de lapidación sin posibilidad de recurso ante ningún tribunal superior, aunque, éso sí, sometiendo también a sus posibles lapidadores al escrutinio previsto por dicha ley. Con lo cual se pondría en marcha una espiral tan presumiblemente interminable, que sólo sería posible detenerla por medio de una inevitable amnistía general.
Entiendo, además, que hasta podría impedirse pronunciar una sola sentencia lapidatoria, bastando para ello que los jueces y jurados, e incluso las supremas instancias jurídicas del Estado, si no del Estado mismo, también tuviesen que probar su absoluta inocencia de todo género de pecados. Con lo endiabladamente complicado –para no decir imposible– que es eso.
¿O es que no conocés en tu país a ningún político corrupto que ande libre y en la más perfecta impunidad?
Y aunque te podés imaginar perfectamente que mi abordaje del tema sería descalificado como superficial por quienes sólo piensan en soluciones grandiosas, dignas del mármol y del bronce,
y hasta es posible que hubiera espíritus puritanos que se escandalizasen porque creyeran que no me tomo en serio un asunto de tan alta explosividad moral, yo no lo descartaría tan fácilmente. Quienes (como vos) sí saben leer, se darán cuenta enseguida de que mi aparente broma es una amarga requisitoria.
Beso tus bellos ojos, y hasta la Victoria (la de Samotracia, claro), siempre.
1 comment:
Lamentablemente siempre habría quien ostentara el cascote del soborno como habeas corpus y así hecha la ley, hecha la trampa.
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